Aquí un reposteo de mi
contribución al excelente blog Mundanos,
de mi amigo Juan Cristobal Castro. Espero sea la primera de varias
colaboraciones sobre el tema.
Como tomar en serio las teorías de la
conspiración
Hugo Pérez Hernáiz
Todos somos teóricos de la conspiración
Alegatos de una guerra económica, psicológica, mediática, de cuarta
generación, de baja intensidad, conducente a un golpe económico, magnicidio,
sabotaje, son todos “teorías de la conspiración”, no porque sean verdaderos o
falsos sino porque se basan en la suposición de que detrás de todo evento hay
agentes que conspiran para llevar a cabo sus propósitos.
Nada más natural, conspirar es probablemente la segunda
profesión más antigua. Desde el ámbito político al financiero, actores se ponen
de acuerdo en secreto para obtener beneficios. Una buena dosis de escepticismo
frente a las intenciones de ciertos actores y lo abierto de
sus acciones es algo muy sano, sobre todo cuando esos actores son poderosos.
Ese sano escepticismo nos hace a todos en pequeña medida teóricos de la
conspiración. Dudamos, y hacemos bien en hacerlo, de la sinceridad de los
poderosos porque sabemos que tienen intereses y que esos intereses no siempre
coinciden con los nuestros.
Todos conspiran contra nosotros
Puede que no exista solución de continuidad entre la teoría de que algún
político en secreto se reúne con otro para negociar algo y la teoría de que los
Iluminati controlan el mundo, pero es evidente que hay una diferencia
importante entre el escepticismo de la primera teoría y lo delirante de la
segunda. La clave está en el alcance del poder explicativo de la teoría.
Mientras que en el primer caso limitamos nuestra teoría a los manejos
secretos de actores concretos, en la segunda explicamos todo como
el efecto de la conspiración. La literatura psicológica de principios del siglo
XX llamó a esta condición “paranoia”. No se trata en tales casos de un
escepticismo normal. El que cree en serio en tal teoría para explicar el mundo
pierde el control de su vida, se siente perseguido y acosado. Nada pasa por
casualidad: se cae un vaso de la mesa y en realidad ha sido tumbado por los
conspiradores, piensa en algo y tal pensamiento ha sido inducido por sus
enemigos, enferma y tal malestar ha sido “inoculado” por agentes del mal.
¿Es realmente necesario presentar evidencias?
El escéptico que sospecha de que algún político se reúne en secreto con un
banquero para hacer malos tratos suspenderá su absoluta certeza de que tal
reunión ha ocurrido hasta que tenga pruebas concretas. No así el teórico de la
conspiración: otras formas retóricas de ofrecer evidencias operan en estos
casos.
Cuando el ex-ministro Rodríguez Torres daba aquellas curiosas ruedas de
prensa prometiendo pruebas de planes de magnicidio y golpes, mostraba como
evidencia de sus teorías láminas de presentación en las que se señalaban
“relaciones” marcadas con acusadoras flechas entre altos personeros imperiales,
presidentes de otros países, exiliados políticos venezolanos, narcotraficantes,
políticos locales y representantes de organizaciones de derechos humanos
nacionales y extranjeras. Las flechas y punteros eran, en sí, la evidencia. Las
ruedas de prensa siempre terminaban con la promesa de que en el futuro próximo
se presentarían muchas más evidencias. Eso no ocurría nunca, pero en algún
momento el ministro declaraba que ya habían sido presentadas suficientes
evidencias el pasado.
El caso de Rodríguez Torres era extremo y casi cómico, pero por lo general
el teórico de la conspiración no siente la necesidad de presentar evidencias en
sí. La fuerza de la historia es suficiente para aceptar la teoría.
Por ejemplo, parte del discurso conspirativo latinoamericano está montado
sobre la base de un fuerte sentimiento anti-imperialista. El anti-imperialismo
es una forma retórica muy poderosa porque pretende partir de unos supuestos
históricos que casi todo el mundo acepta: “El Imperio siempre ha metido su mano
en América Latina y siempre lo hará”. Y en efecto todo latinoamericano aprende
desde niño de casos históricos muy concretos y reales en los que las malas
intenciones y acciones del Imperio han sido evidentes.
Pero una cosa es aceptar esa versión de la historia latinoamericana y otra
muy distinta es leer esa historia en clave de “todo lo que ha sucedido en
nuestros países es la consecuencia directa de la acción secreta de agentes
imperiales”. El teórico de la conspiración obsesivamente busca en la historia
“verdades” que luego absolutiza para todo tiempo y lugar. Así por ejemplo, como
en el caso de Eleazar Díaz Rangel, descubre en documentos desclasificados del
Departamento de Estado que a Allende en Chile se le hizo una “guerra económica”
(no discuto si tal aseveración es en realidad posible descubrirla a partir de
esos documentos), luego es de tontos no aceptar que al actual gobierno venezolano
también se le está aplicando la misma receta conspirativa.
Es una forma de construcción retórica de la forma “ha sido así antes, es
por lo tanto así ahora” que por supuesto no representa evidencia real de
conspiración. Tan sólo requiere que el que escucha acepte la “historia” y de
allí extrapole, que aplique la “lógica”, que no sea ingenuo, que se dé cuenta
de que el mal siempre es el mal y siempre actuará de la misma manera.
Otra forma retórica muy común es el otorgarle a los eventos
intencionalidad. A eventos provocados por accidentes se les atribuyen causas
subjetivas, como el sabotaje. Las subidas de precios, la escasez, el
acaparamiento, las colas, etc., pueden muy bien ser explicadas como las
consecuencias objetivas y naturales de ciertas políticas económicas. Pero el
teórico de la conspiración preferirá explicar esos males de la economía
apelando a la intención del conspirador: alguien concreto está acaparando y
subiendo los precios. A esta certeza de intencionalidad se añadirá la visión
total del mundo: ese alguien que acapara está coordinando sus acciones de
acaparamiento con otros actores: políticos, agentes del imperio, ONGs de
derechos humanos, todos son parte de la conspiración que finalmente se expresa
en ese acto pequeño que es el dueño de un abasto guardando la leche o el azúcar
en su depósito.
Detrás de todo ello está también la explicación de los males preguntando a
quién beneficia esos males. Para el teórico de la conspiración, que en esto
actúa como muchos detectives de novelas policiales, bastará con descubrir quién
se ha visto beneficiado por el crimen para saber quién ha cometido el crimen,
qué intención está detrás del saboteo, del acaparamiento o de las colas. Por
ejemplo, si aceptamos el supuesto de que a la oposición, o al imperio, o al
narcotráfico colombiano, le beneficia el desorden económico en Venezuela porque
tal desorden llevaría inevitablemente a un cambio de gobierno, entonces para el
teórico de la conspiración es evidente que los enemigos del gobierno están
detrás de las colas. Esta ha sido la forma retórica usada por los medios oficiales
en su reciente campaña sobre la “guerra psicológica” y la neurosis detrás de
las colas. Presentar evidencias de esa guerra se hace incensario si se ha
“demostrado” que las colas son causadas por, o causan ellas mismas, “neurosis
masiva”, y que esa condición psicológica generará el desorden que supuestamente
beneficie a la oposición.
¿Pero acaso es posible presentar evidencias?
En último extremo el teórico de la conspiración responderá que no. La
conspiración es por definición un acto secreto. El conspirador profesional
esconderá hábilmente las pruebas de su conspiración. ¿Acaso esperan que veamos
muerto al presidente para poder presentar pruebas de que hay un plan magnicida?
preguntaba una vez alguien del gobierno exasperado por la solicitud de evidencias
del complot que denunciaba.
Por eso para el teórico de la conspiración es necesario “leer entre
líneas”, hacer análisis lingüísticos, semiológicos, interpretar en su contexto
histórico y adjudicando la verdadera intencionalidad a grabaciones, correos
electrónicos y declaraciones públicas de los conspiradores.
El escritor alemán Lion Feuchtwanger, preocupado por el efecto negativo que
en la opinión pública occidental pudieran tener los primeros juicios
espectáculos de Moscú en 1936, se atrevió a presionar un poco a Stalin en una
entrevista personal:
“Yo hablé una vez más del efecto negativo que había tenido en el extranjero
aquel proceso demasiado simplista contra Zinóviev, incluso entre personas bien
intencionadas. Stalin se mofó un poco de aquellos que exigían demasiados
documentos escritos, antes de dignarse a creer en una conspiración; los
conspiradores entrenados no tienen por costumbre dejar sus documentos por ahí,
a la vista de todos”. (citado por Karl Schlögel en Terror y utopía. Moscú en
1937)
¿Qué hacer?
No resulta fácil rebatir una teoría de la conspiración, sobre todo si esta
se ha convertido en el discurso oficial de un gobierno y de todo su aparato
mediático estatal. Sabemos que estamos ante una forma de interpretar la
realidad que no es correcta, que hace aguas, que está llena de vacíos en su
argumentación. Sabemos que hay gente que la cree. Sabemos también que no basta
burlarnos de ellas o simplemente desestimarlas porque por más ridículas que
sean están allí y tienen consecuencias directas en la manera en que la gente
entiende su realidad. Pero cuando intentamos discutir con alguien que realmente
cree en ellas nos vemos “enganchados” y un discurso circular y sin salida que
no siente la necesidad de basarse en evidencias sino en una comprensión “total”
de la realidad.
La forma de enfrentarlas es hacer un esfuerzo penoso y paciente por meterse
en las teorías de la conspiración por más delirantes que nos parezcan y
entender sus causas y sus formas de argumentación, sus mecanismos, para poder
desmontarlo desde dentro. Es un esfuerzo necesario porque el que cree en este
tipo de teorías está más que dispuesto a dejar su libertad en manos de un líder
fuerte que sea capaz de dar la batalla final contra las poderosísimas fuerzas
del mal que conspiran. Las pocas veces en el siglo XX en las que las teorías de
la conspiración se convirtieron en el discurso oficial de algún gobierno, las
consecuencias fueron desastrosas.
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